No son pocas las ocasiones que te aferras a los recuerdos para reconstruir tu historia, y en ese extenso déjà vu descubres que hasta las sombras han partido, ya sea porque los inoportunos desastres naturales han blandido sus incisivos y la depredación inmobiliaria ha fagocitado cuanto han podido, sepultando incluso la centenaria casa de mis abuelos al levantar un horrendo edificio. Lo que no evitó que mi padre al cruzar el Parque Forestal rumbo a dicha casa, recordara: “Antes aquí existió una espectacular laguna y en ese Castillito se arrendaban los botecitos”, haciendo alusión al construido en 1910 por el arquitecto Álvaro Casanova Zenteno, y para corroborarlo se instalaba en el punto exacto donde la depresión del terreno ayudaba a que el relato viajara más allá del 1944 (año en que fue drenada) y enumeraba varias construcciones que este Santiago de Chile, dejó en la orfandad más absoluta.
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Sin abusar de la nostalgia, ni querer arrogarme una impostada erudición arquitectónica, es importante hacer un alto respecto del menoscabo patrimonial que nuestra capital detenta. Una doble lectura que por cierto está ampliamente difundida, pero de la cual centro mi interés en mapear lugares vinculados a distintas épocas, como eje orbital de importantes generaciones, testigos del paulatino resquebrajamiento de las castas que en sus orígenes la sostenían, trayendo consigo una debacle e inminente desidia en torno a su preservación, cuidado y la consiguiente pérdida del patrimonio, generando una espacialidad residual y multiforme de la cual nadie se hace cargo.
“Antes aquí existió una espectacular laguna y en ese Castillito se arrendaban los botecitos”
No vaya a ser que tengamos que recurrir a la virtualidad de la realidad aumentada para apreciar las maravillas esquilmadas por la maquinaria. Partiendo por el Puente Cal y Canto, una de las obras de ingeniería más relevantes del Santiago colonial con 202 metros de largo, una altura de 12 metros sobre el río y un total de nueve arcos de 9,2 metros, levantada íntegramente por reos, bajo la tutela del Corregidor Zañartu en 1782 y demolida en 1888, tras un aciago temporal. Paradigmático es el caso de la Estación de Pirque, construida en el marco del centenario patrio, y pese a la gran similitud con la Estación Mapocho, también proyectada por Emile Jéquier, no evitó su desplome en 1944. Cruel bofetada del destino que ese año alcanzaría a La Quinta Meiggs (1864) diseñada por Jesse L. Wetmore, de estilo pre-victoriano de New England, pero como se acota en «Santiago, estilos y ornamentos» de Boza, Castedo y Duval: “Se diferenciaba del arquetipo bostoniano, en los volúmenes, en la excesiva horizontalidad y, sobre todo en la proyección lateral y de fondo”. Eso obviando la palaciega fachada, la extensa terraza, la fuente de agua y el pórtico coronando la fina balaustrada sustentada por imponentes columnas jónicas, lineamientos que sin embargo, no evitaron que sus parques fueran arrasados cuatro años antes que su señorial casona.
Visto así, es injusto no agregar otras víctimas de esta inmensa inaprehensión, como el Palacio y Quinta Díaz Gana, después Concha Cazzote (1876), construcción de 3500 mts2 entre bizantina e islámica, donde Teodoro Burchard, dispuso un juego entre los arcos exteriores alternando los arcos de medio punto con los de herradura y sus cuerpos laterales, rematándolos en almenas medievales, una ecléctica mixtura que luego de ser desmantelada dio lugar al Barrio Concha y Toro, teniendo como ariete al emblemático Teatro Carrera, el primer teatro de cine sonoro inaugurado en 1927. Temática que me hace recordar el Cine Metro, donde a su inauguración asistió el mismísimo Clark Gable en 1936 y el Cinerama Santa Lucía (1937) con sus películas en technicolor, demolido para levantar un hotel el 2003. Ahora si hablamos de hoteles como olvidar el Crillón, diseñado por el austriaco Alberto Siegel y el suizo Augusto Geiger, entre 1917 y 1919, como una mansión para la familia Larraín García-Moreno, pero que luego de su venta fue lujosamente alhajada, convirtiéndose el primer gran hotel de Santiago, hasta que en 1977, cerró sus puertas para finalmente acabar en una galería y en una -por decir lo menos- curiosa sucursal de una conocida casa comercial.
Vale la pena aclarar que no intento pontificar, sino evitar en forma urgente que esta metrópolis, además de peladeros se replete de prótesis e imbunches que acaben constriñendo aún más su fisonomía, amparándose en una noción de preservación que acepta conciliatoriamente “sinécdoques estructurales” (la parte por el todo) que salvaguardan la fachada anexando su cáscara a un hotel de ocho pisos; como ocurrió en la Ex Casa Rivas, también conocida como Ex Casa Montero, diseñada por Eduardo Pavasoli en 1887, y que quedó reducida a un exoesqueleto, consecuencia de una hibridación bizarra, que además producto de la exacerbada imprevisión, permitió condenar al clásico Portal Edwards diseñado por el arquitecto Carlos Barroilhet Budge en 1901, a que tras su demolición en 1988, fuera sustituido por una verdadera burla a la arquitectura neoclásica. Algo no menos grave a lo ocurrido con el Palacio Undurraga (1912) de estilo gótico flamenco, lleno de ventanas con arcos lobulados, del cual solo se conservan irónicamente una Virgen María y dos faroles, como un penoso recuerdo.
Decía Fernando Castillo Velasco que: “Muchos arquitectos son esclavos del interés económico”.
Dejando que Santiago sea la capital de la indolencia y como evidencia de aquello, propongo un contrapunto entre los vestigios de la Basílica del Salvador apuntalada por la gracia divina, desde el terremoto de 1985 y como contraparte la reciente pérdida del edificio de la Facultad de Ciencias Químicas y Farmacéuticas de la Universidad de Chile, con su afrancesado estilo neoclásico fundado en 1884, que solía ver por años rumbo a la Sociedad de Escritores, y que hoy es el símbolo y zona cero de este naturalizado desquicio. Porque como afirmara Mario Rojas Torrejón: «Desde Vicuña Mackenna no ha habido otro intendente capaz de manejar la ciudad y defender el concepto de ciudad».