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Las expectativas en torno a la obra estaban en relación con la ganadora del Oscar 2017, Moonlight (2016), donde Chiron, pobre, negro y homosexual, vive densas situaciones en relación a estas tres realidades. En los primeros minutos de Yo también quiero ser un hombre blanco heterosexual vemos, de igual forma, a la protagonista de la obra sufre estas tres formas de discriminación: es pobre, negra y lesbiana, pero además es mujer. Este es el sustento real de la obra, que se pondrá en jaque cuando las aspas del escenario comiencen a girar y el tono de tragedia rote pasando a ser una comedia oscura, diferenciándose del film ganador del Oscar al introducir el oasis de tragicomedia.

«Es pobre, negra y lesbiana, pero además es mujer»

El conflicto de la protagonista no pasa solo por el deseo de no ser discriminada por su amor a las mujeres, también quiere los privilegios con los que nacen las personas blancas. No le basta lo uno o lo otro, quiere ambas cosas. Y este recorrido, este tránsito, es descubierto poco a poco por la audiencia, descifrando pistas que nos muestran quién es la protagonista tras el nuevo giro del escenario. Y su felicidad por ser hombre, o blanca, o heterosexual, se ve puesta a prueba por una realidad que no deja de enrostrarle su origen.

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Esto sucede en la sala Patricio Bunster de Matucana 100, donde un gran mecanismo hace girar al escenario, a ratos la acción está en el primer piso; luego se traslada al living de una casa, en el segundo piso. El motor gira y el escenario cambia, ahora vemos un callejón, ahora el hogar de un matrimonio mayor. La puesta en marcha mecánica acciona tiempo y fantasía, permitiendo el viaje de la protagonista. La descontextualización, la realidad paralela en que la joven haitiana lesbiana puede ser como Michael Jackson y renacer de raza blanca, el cambio al tono humorístico en la voz de los personajes, son elementos posibles gracias al rotar de este motor dramático diseñado por Manuel Morgado, que también es el director, junto a Germán Martínez para la obra de Carla Zuñiga. El trocar la realidad es efectivo cuando se plantea desde la joven protagonista, pero es aún más efectivo en el público cuando se altera el papel de la abuela de la familia.

El papá, la mamá, la abuela, el hijo. Cía del Antagonista

El papá, la mamá, la abuela, el hijo. Cía del Antagonista

La abuela es un actor porno

Para evitar mayores spoilers, diremos que la situación es esta:

Papá: (al hijo) Yo no soy tu papá, tu mamá no es tu mamá, tu abuela no es tu abuela.

Hijo: ¿Mi abuela no es mi abuela?

Papá: No, es un actor que contraté.

Hijo: Pero cómo un actor, querrás decir una actriz.

Papá: No, es un actor, ¡un actor porno!

“Los diálogos hunden el dedo en el patetismo y se reacciona con risas”

Y el público ríe. Y esta es una de las cosas geniales del teatro, de la obra y de Chile: la audiencia ríe y en el escenario la vida del hijo se desmorona más y más. La siguiente frase agrega más risas, más decadencia. La tergiversación de los espacios –el comedor familiar con sus roles patriarcales– es una constante en la obra, reforzada por este humor que se disfruta desde la butaca, pero en la vida real es inimaginable. Es tragicómica. Los diálogos hunden el dedo en el patetismo y se reacciona con carcajadas. El público recibe constantemente lo que no está esperando, y le gusta. Se disfruta que la abuela sea un actor de mediana edad que se acostumbró a ser una anciana y no quiere abandonar el rol aunque la farsa haya terminado. El padre le pide que deje de actuar y la abuela no desea dejar de ser abuela: le tiene cariño al nieto, ha disuelto los límites entre su actuación y su vida. Se plantea un problema del teatro cuando se desdibuja el escenario, que a su vez se trata sobre las tablas como el espacio correcto para abordar el meta drama, este teatro que se mira a sí mismo: un actor desempleado es un mercenario que se arrendará para interpretar roles haya o no escenario que explicite la ficción.

La vida del hijo está inmersa en una gran trama orquestada para fingir una vida normal en una familia que de funcional tiene poco más que el contrato vigente entre las personas enteradas de la farsa, es una atmósfera parecida a la de The Truman Show (1998). Y, como Truman, busca salir del huevo en que lo encierran.

Cocinaron perro y me quedé a comer

La visión de la pobreza es dada por la protagonista, brevemente, y por el ingenuo niño de bien que va a la población a hacer turismo social y le causa un mal rato a su madre embarazada (“Mamá, probé la pasta base”), madre que con su pelo rubio prepara la cena mientras sube el volumen a la música pop. A propósito de la cena, el hijo agrega que en sus visitas a la población la familia pobre no tenía nada que comer. Así que cocinaron al perro… y se quedó a comer. En este cuadro –este giro escenográfico- no hay joven haitiana, no hay pobladores, ni sexualidades al límite. Es una mamá de bien, hablando con su hijo de bien, sobre temas que no hacen falta a “nosotros que te hemos criado sin ninguna necesidad”.

“Pero la realidad desborda las intenciones de esta madre del status quo”

De alguna manera los siete actores que la compañía Teatro del Antagonista reflejan en sus actuaciones las lecturas que la sociedad chilena usa para distanciarse de realidades como las de la protagonista, sea como hombres que no quieren abandonar sus roles de dominación tradicionales, sea como mujeres que quieren prolongar su acomodada situación, o como adolescentes ignorantes que agradecen que se les muestre la realidad sin velos, sin obligaciones morales. El escenario gira, la actriz o actor que interpreta a la protagonista también.

Lo que no cambia con estos giros es la pobreza. Cuando el padre decide contarle al hijo que la familia es una mentira es porque está afectado por ver el suicidio de una joven haitiana que no soportó la realidad de la pobreza. Ver las tripas expuestas de la joven le revolvió a sí mismo el interior, guiándolo a revelar este secreto. La mamá, en respuesta, se apresura en intentar correr el tupido velo de José Donoso sobre estos asuntos. Pero la realidad desborda las intenciones de esta madre del status quo. El hijo, ahora consciente, ahora que asume que se escapa a la población a probar la vida sin el permiso de sus padres, es quien debe decidir entre las realidades de sus progenitores.

Yo también quiero ser un hombre blanco heterosexual provoca desde el título en adelante. Es una invitación a hacernos cargos de las dificultades de los migrantes, de las necesidades de las minorías dentro de esos grupos, de la forma en que el país genera sistemáticamente el anhelo de ser un hombre. Son cambios que en la ficción suceden a la velocidad del motor, pero que en la realidad demoran años. Este teatro ayuda a que el tránsito hacia otro Chile sea más llevadero, al cuestionar a los hombres blancos heterosexuales como los principales –si no únicos– emisores del relato nación que debiera ser construido desde la diversidad.