“Temo al olvido, las personas queridas parten desde mi infancia y no son reemplazadas,
los lugares desaparecen y no encuentro faros que guíen mi camino”
– Luis Poirot.
Desde épocas remotas el tiempo ha sido un prófugo que hemos intentado apresar en calendarios, contabilizar en relojes o fijarlo a un papel donde la alquimia y la magia se unen para registrar ese prontuario de huidizos instantes que la memoria trata de inmortalizar, a través de dos señeras exposiciones realizadas casi a la par por Luis Poirot (1940), Premio a la trayectoria fotográfica Antonio Quintana 2016, quien ha legitimado este tránsito con más de 50 años de oficio, partiendo en el Centro Cultural Palacio de la Moneda con Contracorriente (2016 – 2017) y luego en el Museo de Bellas Artes, donde resuena la pregunta ¿Dónde está la fotografía? (1964 – 2017), como si alguien gritase en un acantilado y el eco inundara el espacio con un Archivo Fotográfico personal con más de 40 mil negativos en blanco y negro, con el que no sólo se puede restituir sus inicios como fotógrafo, sino gran parte de lo vivenciado en este convulso territorio.
Cabe preguntarse entonces cuándo sucede la permuta de Luis Poirot, desde las bambalinas a la cámara oscura, de las luminarias al baño de paro y de ahí al escenario de Santiago colmado de amigos, actores, escritores, fotógrafos y personas desconocidas que al alero de los acontecimientos pasan de la transferencia ritual y conmemorativa, a la ausencia de quienes se extraviaron en los camarines del tiempo.
Así surge ¿Dónde está la fotografía? (1964 – 2017), y una propuesta curatorial que a modo de respuesta, María de la Luz Hurtado, fija cuatro pilares fundamentales: “Violencia de la historia y la naturaleza, Conjuros al tiempo, Muerte y vida: entre el horror y la luz y El gran teatro del mundo”. En un proyecto investigativo que al prolongarse por más de tres años, da cabida para exhibir además del producto final, inéditas pruebas de contacto con la imagen elegida, creando un símil entre el ensayo y una puesta en escena que cruza indefectiblemente al propio artista, testigo clave de un quehacer cultural, social y político, que unido a las consecutivas catástrofes naturales, determinan un carácter país, que Poirot rescata evidenciando hitos y vestigios de un momento histórico representado en esas tomas del Open Door. Niños “incurables” en el Hospital psiquiátrico de Puente Alto (1969), Sergio Aguirre en la obra el Rehén (1967) o Topografía de un desnudo de Jorge Díaz (1963), drama donde un mendigo muerto en las riberas de un río, obligó a Poirot, y a los 25 actores del elenco a trasladarse en micro hacia el Mapocho no sólo para adicionar a la imagen una dosis de realismo, sino para alcanzar el necesario distanciamiento que resitúe el escenario en un entorno más proclive con un encuadre experimental, donde predomine el dramatismo. Eje constructivo que se palpa en gran medida en las emblemáticas Performances: Tableaux Vivant de Francisco Copello (1973) y Self portant o la Casa de Troya de Carlos Leppe (1987), pero fundamentalmente en aquello que María de la Luz Hurtado reconoce: “El despliegue de su subjetividad herida, acicateada por los impulsos utópicos, derrotas y convicciones que acompañan su tiempo”. Algo que por cierto se constata en lugares derruidos o ex profeso devastados, como en Sebastiana, casa arrasada de Pablo Neruda, o el mismísimo Palacio de la Moneda presa de la barbarie, y otros tantos que irremediablemente contrastan con los rostros cargados de ilusión de sus entonces jóvenes amigos y protagonistas como Víctor Jara, de quien fue su ayudante de dirección y que hoy encarna de manera palmaria la debacle de una época.
En cuanto a Contracorriente (2016-2017), es oportuno destacar que en esta muestra de 62 obras, la estructura emocional se potencia valiéndose de un tradicional procedimiento fotográfico llamado palatino, paladio, que permite ampliar el rango tonal ponderando su opacidad y dar forma a un álbum rememorativo, donde las fronteras de lo personal y colectivo se funden para desarrollar una construcción narrativa que es amplificada desde la “patria” de los rostros amigos y cercanos: Tito y Amparo Noguera, Concepción Balmes, Alberto García Alix, Ralph Gibson, Raúl Zurita, Enrique Lihn, Mariana Loyola, Raúl Ruiz, Claudio Bertoni, Roberto Merino, y en lo más reciente, Pablo Simonetti y Francisca Valenzuela, sólo por citar algunos rasgos de este gigantesco rostro que se va entreverando con lugares donde el autor tiene la certidumbre de que puede retardar el tiempo y el olvido, como en esas tomas del Cementerio Católico que en un singular enfoque, las hace ver como fastuosas construcciones romanas, sacadas de Cine Città, descolocando al espectador, quien a mansalva choca con la realidad de los Camarines Detenidos en 1973 – Estadio Nacional, El Memorial degollados o la Villa San Luis, todas fotografías que hacen un contrapunto con La Moneda cautiva, donde se da el lujo de ironizar, en un especial entredicho inserto en esta visión peregrina, que como afirma Poirot: “Es un viaje para huir de la nostalgia y buscar la lucidez”. Surgida desde la templanza de Fernanda Larraín, su mujer y en la candidez de Aurora e Isabel, sus hijas, quienes desde los afectos ponen la pausa necesaria para resistir este incesante e ininterrumpido trabajo, donde cámara en mano ha registrado el rostro huidizo de un Chile, que indefectiblemente ha ido mutando, tal cual como su propio rostro.
Por eso puedo afirmar, y en forma fehaciente, que estamos en presencia de un legado incalculable, donde más allá de las grandes figuras o de cómo los momentos históricos han condicionado su hacer, lo significativo en Poirot, en ambas muestras, es que tenemos el privilegio de sumergirnos –cual buzo de apnea– en la profundidad abisal de su magnífica obra, esa que ante todo lo lleva a reconsiderar su propio paso, como el transitar de un sobreviviente en permanente pugna con el olvido, el tiempo y su regresivo conteo.