Alfredo Castañeda exhibe «El otro que lleva mi nombre»

Observamos una obra que es deliciosamente fina y sutil. Fina en su disposición formal y en la agudeza infinita con la que la materia se trueca en poética; sutil por el modo de contarlo todo bajo la apariencia de decir poco o nada. Abundantes son los sujetos (el sujeto, casi siempre él mismo) y abundantes son también las miradas que habitan en este mundo suyo. Es tal el grado de abstracción que en ella se resuelve que -en su conjunto- estas obras parecieran convertirse en esa suerte de paraíso perdido; un texto, por si mismo autónomo, que va relatando por partes, el instante en el que el hombre es trascendido en su animal humanidad por la tiranía del instinto. Quizás por ello, quizás, insisto, por ese “estado de superficie”, se asocia su iconografía a la densidad del surrealismo fantástico. Sin embargo, si observamos en detalles su hacer, no resultaría del todo equívoco considerarle un artífice del realismo. Y lo es porque, a diferencia de la digresión surrealizante, Castañeda, al contrario, se convierte en un suspicaz relator de esas zonas conflictivas en la que “nuestra condición” se discute una y otra vez proyectando su sombra o su reflejo en el ruido especular que armonizan la vida y su curso.

Una solemnidad manifiesta rivaliza con la voluptuosidad que estas obras proyectan, teniendo así la suerte de no descubrirse ancladas ni la verdad, ni la mística, ni el absoluto. De ese diálogo de contradicciones y de arrebatos, nacen nuevos hallazgos que terminan por revelarse como otros abismos, como espacios narrativos donde poder hundirse para navegar de nuevo. Estas obras, reunidas hoy aquí y al amparo de tan bello título, han de ser leídas, si acaso, como el breviario de momentos únicos o como un estado de sostenidas herejías fulgurantes.

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