Sí, Sin nombre (El afán de decir)

Le han nombrado de muchas maneras. Le han caído adjetivos que pretenden identificar, malamente, lo que hace. Le han dictado sentencia antes del juicio. Le han querido leer desde algunos lugares, posibles todos, del pensamiento crítico. Sin embargo, en su mayoría, creo que todas esas aproximaciones nominativas han gozado de los beneficios del exceso y del prejuicio, del afecto y de la desidia.

Si algo define el trabajo del joven artista Roberto López Martín es, precisamente y más allá de toda cancelación que el lenguaje trae consigo, esa sutil escapada de las adjetivaciones convenientes y de su uso apriorístico, para estacionarse en el puro goce de la obra en sí. Su propuesta parece transitar por los espacios de un raro silencio que no atiende a la ansiedad de los que buscan en el show mediático el placer del éxito y del reconocimiento social. Roberto trabaja en silencio, en un estudio lejano del centro, en un espacio donde parece que la única negociación que existe, es la que se cifra entre su yo y la pintura, entre él y su chica (también artista), entre él y el arte. Un diálogo del que emanan, por antojo de una conciencia adulta conectada con su pasado, el despliegue de un imaginario infantil (y una reflexión sobre indefensión de la infancia) que grita a voces por recabar un nuevo lugar en el mundo. El discurso, entonces, se construye como exorcismo, como expansión de la angustia, como escenario de la protesta, como superficie en blanco en la que poder certificar un desacuerdo con ciertas reglas de ese obscuro juego que ensayamos los adultos.

De tal suerte, el juguete, en sus variantes más o menos corrosivas y sórdidas, centraliza su imaginario de un modo ciertamente sintomático. Pero ya no ese juguete tradicional, ese peluche cariñoso que hacía de nuestro miedo algo llevadero y de la oscuridad un espacio seguro. Se trata, en este caso, de ese juguete orquestado y programado ideológicamente para fomentar determinados modelos de vida, determinadas reacciones estudiadas, determinados paradigmas de género y de violencia. Un juguete que, desdeñando la ingenuidad de su función primera, se convierte en un dispositivo de manipulación y de control: un artefacto vectorizado que trueca la candidez en perversión, el ideal en vida, la nobleza en competitividad. Refiriéndose al juego, en tanto que práctica dominante en esas edades primeras, subraya el propio artista: “(…) los peluches están allí cuando los niños sienten que han sido dejados solos, les dan un firme equilibrio y funcionan como compañeros de conversación y de esta manera contribuyen a ejercitar modelos de resistencia psicológica. Sin embargo, en la época actual el juego se ha supeditado a las grandes corporaciones y grandes marcas que utilizan los juguetes para fomentar un sistema de vida, marcando patrones y hábitos de consumo, no dejando sitio a esta relación ya que el producto lleva la voz cantante”. De modo que, visto de esta manera, parte de su ejercicio de desestabilización y de crítica, pasa por sustantivar los dominios del juguete y del juego como espacios fuertemente ideologizados cuyas “objetivaciones” correspondientes llevan las marcas punitivas de sus “productores”. Se descubre entonces un modelo de violencia latente que determina, al cabo, la regencia de esos impulsos devastadores, de esas patologías futuras, de esas torceduras de la subjetividad en el actuar hombres que (antes niños) derriban puentes, gestionan guerras, destrozan la virtud en favor del desvarío y de la locura.

Pero, con todo y ello, sospecho que el trabajo de Roberto no es tan solo, o ni únicamente, un ensayo sobre la niñez, sus conflictos y su manifiesta vulnerabilidad. Creo, incluso, que él mismo reduce en su articulación verbal el alcance de una obra que reporta, en su epicentro discursivo, un relato que apunta –en sentido genérico– a la paradoja que estructura la vida nuestra. Esa que de tanta racionalidad, de tanto saberse abocada al cumplimiento de unas normas que prefiguran lo políticamente correcto, termina por revelar un paisaje de solventes contradicciones, de egos enfermizos, de palabras que destierran el candor para resarcir el orden de la violencia y del narcisismo predatorio.

Avatar de 5 años-Escultura -serie Juegue ud con ellos 2015

El apego excesivo a un contexto de interpretación reduccionista respecto del gesto estético, supone siempre la aniquilación de la polivalencia que toda obra soporta sobre su propia superficie y en sus ángulos menos rectos. Las miradas poco grávidas conjeturan de prisa con un alto grado de frivolidad y de beligerancia, ignorando así la progresiva proposición de sentidos que se amalgaman en una pieza, por muy menor y noble que esta pueda parecer.
Muchos de los juicios de veracidad se fundamentan en un falso principio de “objetividad” que ha conducido, tan solo, a una crítica desprovista de vértigo, de deseo, de insinuaciones, de pulso. Fuera de cualquier especulación, lo cierto es que esa tendencia se lleva por delante el placer de la interrogación y se dispone siempre a aceptar –sin reparos– las jerarquías. Hecho que, en el contexto cultural español, resuelta en extremo frecuente. En mis deambular por talleres y dossieres de artistas prácticamente desconocidos, he terminado por corroborar el insoportable daño que se reservan, de cara a la obra de muchos de éstos, las plataformas de legitimación y de depreciación mantenidas en vigor por unos pocos que detentan el poder de la voz.

Estas digresiones de la voz agrandan, por otra parte, el placer de ciertos descubrimientos. Ese subalterno, ese periférico, ese silenciado, se revela entonces como un “agente seductor” que exige de la mirada de los otros para pensar en lo que dice y siente. Siendo de ese modo, confieso que es esto y no otra cosa lo que me ha ocurrido con el trabajo de Roberto (tremendamente guapo, por cierto). Roberto es un artista un tanto raro, si se quiere. Y lo es porque su obra, a un tiempo, acusa una literalidad y ambigüedad que le hacen atractiva, que potencian la curiosidad. Bien que sus cultores o detractores le defiendan o le ignoren; bien que sus piezas no reporten la grandilocuencia de las grandes y enfáticas superficies; bien que él mismo no sea crea a veces el valor de lo que teje, porque al cabo –antes o después– llega esa voz que en el discernimiento de su estrategia visual, le coloca en un sitio que no hace falta que sea central sino solo un sitio posible en la maratón de voces que conforman el panorama del arte español.

Quizás por ello no me interesa el detenimiento, tan pueril como anodino, en el repaso pormenorizado de cada serie suya. Por el contrario, me interesa más la interrogación general sobre su mundo, el patinaje sobre sus ideas, sobre esos motivos que le llevan a construir esta obra y no otra. Roberto establece sus propios “modelos” de entendimiento sobre un contexto fugaz de la vida: la niñez. Y lo hace, tal vez, porque es allí donde se escriben las primeras líneas de lo que seremos más tarde. Un instante de la vida nuestra que muchos sepultan en el trato directo con los malabares reactivos de la selva adulta, pero que él, y creo que lo sabe, conserva en su mirada. Basta verle para advertir que un niño habita allí, donde estuve tiempo atrás. Y tal certeza me reconcilia con una propuesta de la que solo tenía vagas noticias. No importa tanto, no demasiado, si el artista es un monstruo en el dominio del medio, si su técnica y destreza vienen a ser elevadas, por encima del uso que se dispone a los artesanos o aprendices. Importa más que todo, o al menos a mi me importa de un modo especial, la autenticidad que este pretexta, la valía de su credo, de su rito, de su operatoria. De ese que no abdica, porque no lo necesita (o no se le antoja obligatorio) a las demandas de una tendencia o corriente colectiva, a los dictados de unas líneas maestras que la mayoría reproduce sin miramientos ni excusas.

Ante el horror y la aversión frente al retruécano barroco que revelan muchos de sus contemporáneos, cuyas obras se acomodan en las estaciones de un minimalismo tan atractivo como aséptico, el trabajo de Roberto celebra la densidad del gesto, de la mancha, del goce –casi erótico- de pintar porque sí, porque le gusta, porque le va la vida en ello. Y ese placer me llega, me interpela, me provoca, me obliga a pensarle. Más allá del rigor convaleciente de acertar a “decirle” o a “nombrarle” como un pintor soberbio, más allá incluso de la desestimación de algún que otro docente que le deseaba en el silencio del aula, más allá de todo ello que, me pregunto ¿de verdad importa?, la obra de Roberto se manifiesta auténtica, se domestica –tan solo– ante el deseo de su realización y de su proyección en tanto que espejo de eso que le preocupa y le provoca.

 © Roberto López Martín
© Roberto López Martín

Y no es que me contradiga, y menos aun que traicione mi idea sobre un arte necesario, solo que es de obligación confesar la pertinencia y viabilidad de un arte que retoza en el horizonte de la retina y que certifica sus ideas en un plano menos evidente. De hecho, y esto es casi una contradicción, su obra hace comulgar en un sitio común la satisfacción del ojo y la narración de problemáticas que para él, en su perspectiva cívica, adquieren un relevante sentido, pero que no se escoran en la variante de un arte activista y crítico al uso. Roberto ensaya sus propios caminos de especulación y de análisis. Se interesa por ese mundo, o su parte, que dese sus fundamentos ideológicos merecen o reclaman un re-visitación consecuente y oportuna. No por gusto le seducen los pliegues, las heridas, los accidentes de una ontología que no cumple con el paradigma de virtud y de belleza que ensalzan los medios y las retóricas publicitarias. Ese desplazamiento de lo real por sus modelos ilusorios, es, en alguna medida, uno de los puntos de partida de alguna de sus series.

Al respecto, comenta el artista “trabajo principalmente sobre lo monstruoso, lo abyecto. Temas que hoy en día están un poco lavados con lejía. Tiendo a fijarme más en la deformidad, la gente que tiene problemas de elefantiasis o problemas congénitos. Creo en la belleza del pliegue y empiezo a crearlos e invito a jugar con lo grotesco y lo normal. Si es que en algún momento puede existir lo que es normal y hacia dónde lleva. Este es el principal árbol del que van saliendo distintas ramas: quién domina lo aceptado y lo no aceptado y hacia dónde vamos”. E insiste refiriéndose al juego “es una constante porque ahí es donde aprendemos los valores y lo que somos realmente. La construcción del individuo y del yo en trato con el otro, con lo social”. Y es que entre lo deforme en tanto que expresión de lo humano y las dimensiones culturales del juego, se moviliza, como se puede deducir, el centro de interés de su trabajo.

De entre todo lo visto, hay una serie que me ha llamado especialmente la atención. Se titula Etopeyas y hace referencia a ese proceso arduo complejo en el que una imagen atrapa la existencia de uno o varios otros. Todas las piezas de esta serie organizan la trama de un gran palimpsesto donde la imagen de base se convierte en la sumatoria de infinitos fragmentos. Relatando, de este modo, ese encuentro y alternancia entre el Yo y el OTRO. Cada imagen deviene entonces en el mapa, certificado (y deformado), de una dimensión psicológica enrarecida por las superposiciones y la escritura que se tuerce y desvía hacia esos otros espacios de la subjetividad, en los que la sombra de lo que somos anida en la superficie y en su doble. Identidad y mismidad se abandonan en estos collages donde el yo y el otro, mi yo y mi imagen proyectada, mi ser y su sombra, se alzan como los síntomas de una condición sujeta –siempre– a constantes reformulaciones y ajuste.

Y la razón por la que esta serie me seduce es, principalmente, porque creo que en ella se resumen muchos de los planteamientos y de los interrogantes que acosan al artista. Las ideas sobre los límites de los conceptos bello y feo; las prefiguraciones y desvíos que marcan la noción básica y reduccionista de la identidad y sus dobleces; el desborde de lo humano trascendido en su propia perspectiva escatológica y abyecta, se confabulan en esta propuesta donde suena el eco de todo el trabajo suyo.

Los cuerpos, en sus obras, se expanden y se metamorfosean en cosas otras, revelando la idoneidad de nuevas ontologías, subsidiarias de la libertad y no del canon. Nuevas figuraciones que puede que respondan más a la soberanía del yo que a esas demandas culturales que lo dibujan y lo reglamentan en función de los modelos de culto.

Puede que en esa encrucijada del gusto, de la razón, de la moda y del interés personal, sea donde reside el verdadero interés del trabajo de este artista. Y ese interés no es sino el deseo, manifiesto, de cuestionar el régimen de representaciones dadas, otorgadas, consumadas, impuestas. Roberto rechaza la insolencia de las normativas, se fuga de la imposición, se escapa de los cuarteles y calabozos en los que reduce la plenitud de la existencia a sus modelos publicitarios. Él mira en silencio la locura del mundo y se posiciona en esa delgada línea que separa el heroísmo de la locura, el malestar y el placer de lo visual.

Comentarios

comentarios

No Comments Yet

Comments are closed